El odio no tiene ideología. Tampoco freno. Menos justificación.
En política, es extraño que el odio crezca espontáneo: más bien, se incuba. Precisamente, uno de los objetivos de la Política —así, con mayúscula— es promover el acuerdo, tejer el consenso, hacer que las diferencias convivan en respeto, si se puede, o con tolerancia, si no hay de otra.
Pero el odio que se atiza termina en violencia y la violencia, en tragedia.
Nuestros peores momentos como humanos han sido inflamados por atentados o magnicidios.
El asesinato de Marat en la Revolución Francesa fue el pretexto para que los Jacobinos arrasaran a sus adversarios inaugurando el Terror.
La Primera Guerra Mundial comenzó con la ejecución del archiduque Francisco Fernando. El asesinato de Kirov, en el entonces Leningrado en 1934, desató la furia de Stalin encarnada en La Gran Purga que, después, liberaría la locura del Gran Terror. Los disparos que segaron la vida de Yitzhak Rabin puso fin al sueño de la paz en Medio Oriente, hasta la fecha.
En México, el magnicidio de Moctezuma derrumbó al imperio y nos llevó a una conquista de tres siglos. El de Madero, a una revolución y luego a una Guerra Civil en la que todos los líderes revolucionarios murieron asesinados.
La violencia física, nos alertaba Octavio Paz, comienza siempre con la violencia verbal.
El atentado contra Trump no tiene justificación. No es, con todo, una causa: es una consecuencia.
El propio Trump, pero después también los demócratas, han inflamado el odio y la división en la sociedad norteamericana.
Hacerlo tiene siempre consecuencias. Los estadistas tienden a proyectar grandes visiones de país y construir los acuerdos para lograrlos. Los populistas, infectan la convivencia con odio para dividir y mantenerse en el poder.
Lo visto ayer con Trump es una voz de alerta: el del salto hacia atrás.
La violencia política tiene larga data en Estados Unidos, que parecía, sin embargo, superada.
Ahí, 4 presidentes en funciones han sido asesinados. La muerte de Lincoln fue producto del odio gangrenado tras la Guerra Civil. En el siglo pasado, la muerte recorrió, temible, la escena política de Estados Unidos. La muerte de John F. Kennedy sería el preludio de una cadena de atentados inconcebibles. A él le seguirían Luther King, su hermano Robert y Malcolm X. Nixon llegó a la presidencia por la muerte de Robert y, luego, refrendó su mandato tras el atentado a George Wallace, gobernador de Alabama en 1972, que lo desafiaba desde una candidatura demócrata radical.
Las consecuencias del atentado contra Trump serán amplias.
Primero: le dará una popularidad extensa. Los reflejos electorales del multimillonario quedaron de manifiesto en la foto con el puño alzado, la cara ensangrentada y arengando a su masa.
Segundo: inyectará competitividad electoral a los republicanos, que venían creciendo desde el desastroso debate del pasado junio. Habrá que ver cómo influye esto en moderados e indecisos y si Biden logra mantener la candidatura demócrata.
Tercero: Muy posiblemente radicalizará a Trump y a su partido.
Los atentados contra Reagan y Juan Pablo II en 1981 tuvieron consecuencias duraderas. Tad Szulc narra en un libro memorable, Il Papa, que ambos quedaron convencidos de que su supervivencia tenía una connotación divina con un mandato preciso: acabar con el comunismo. Pactaron y lo hicieron.
Pero quizá la consecuencia más dura, terrible, será el regreso de la violencia política que ya se ha instalado en otros lugares, México incluido en primerísimo lugar.
Habría que recordar siempre: el odio en política nunca termina bien. Concluye con diversas palabras: magnicidio, golpe de estado, revolución o guerra civil.
Y siempre en muerte.
@fvazquezrig
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