Las imágenes de las cámaras de seguridad del 26 de junio, justo después del amanecer, muestran a un grupo de hombres armados, amontonados en la parte trasera de un camión que bloquea una calle de Lomas de Chapultepec, un vecindario de lujo. Minutos después, se ve pasar al secretario de Seguridad Ciudadana de Ciudad de México, Omar García Harfuch, en una camioneta blindada y a los hombres que le disparan más de 150 veces.
Tres personas murieron, entre ellas dos de sus guardaespaldas. García Harfuch sobrevivió con heridas de bala en la clavícula, el hombro y la rodilla. “Nuestra nación tiene que continuar haciéndole frente a la cobarde delincuencia organizada”, tuiteó desde su cama de hospital.
El descarado ataque ha sacudido a la capital, que empieza a salir del confinamiento por el coronavirus. García Harfuch culpó al Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), al cual el gobierno mexicano ha estado combatiendo en una operación conjunta con la Administración para el Control de Drogas (DEA, por su sigla en inglés) de Estados Unidos, en la que ha congelado miles de cuentas bancarias vinculadas a los narcotraficantes. El golpe cercano al núcleo del poder podría ser un intento de hacer retroceder al gobierno mexicano mientras se tambalea por la pandemia, que ha cobrado la vida de más de 30.000 personas, y por el desplome de la economía.
El año 2020 ha sido prolífico en pérdidas: seres queridos fallecidos por la COVID-19, empleos y confinamiento. Pero ha habido también algunos ganadores: ciertas compañías de tecnología, proveedores médicos y, al parecer, los cárteles de la droga. Cuando el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, se reúna esta semana con el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en Washington, deberían analizar los problemas transfronterizos del narcotráfico y el tráfico de armas.
Las pandillas en toda América Latina han aprovechado la crisis para ejercer influencia en sus territorios, repartiendo ayuda y haciendo cumplir los toques de queda. Siguen desatando la violencia entre ellas y contra las autoridades. En junio, hombres armados asesinaron a un juez federal en el estado de Colima y el 1 de julio 26 personas fueron asesinadas en una clínica de rehabilitación.
Aunque las restricciones impuestas por la pandemia han reducido el movimiento de ciertas drogas, la demanda para otras ha aumentado. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de Estados Unidos ha encontrado significativamente menos cocaína. Pero las incautaciones de heroína y fentanilo —un opioide sintético— se han mantenido estables y las incautaciones de metanfetamina han aumentado, lo que coincide con un aumento en las muertes por sobredosis en varias ciudades de los Estados Unidos.
Los profesionales de la salud afirman que el estrés, la soledad y las dificultades económicas han exacerbado el consumo de drogas. “Las órdenes de quedarse en casa han orillado al aislamiento a las personas que luchan por mantenerse sobrias y han disminuido el acceso al tratamiento y las oportunidades de distraerse de las adicciones”, escribieron Marcelina Jasmine Silva y Zakary Kelly en el American Journal of Managed Care.
Se estima que los estadounidenses gastaron 150.000 millones de dólares en drogas ilegales en 2016 y un río de armas no deja de fluir desde Estados Unidos. Entre 2007 y 2018, más de 150.000 armas de fuego confiscadas a criminales en México fueron rastreadas hasta armerías y fábricas estadounidenses.
Los cárteles causan un inmenso sufrimiento en todo el país y han dejado a su paso fosas comunes y personas desaparecidas, pero se presentan como padrinos benévolos que pavimentan calles y construyen iglesias. Ahora están repartiendo despensas de alimentos y suministros, con etiquetas como “Cártel del Golfo”, a los mexicanos más pobres que luchan por sobrevivir a la crisis económica causada por la pandemia.
Viajé a uno de los lugares donde integrantes de los cárteles repartían productos, el maltrecho pueblo de La Loma de la Concepción en el Estado de México. Ireneo, un floricultor de 58 años, se reunió con su familia extendida en el camino de terracería y me describió cómo sus dos sobrinas adolescentes recogieron bolsas de lo que se conoce como “narcodespensas”.
La noticia llegó de los propios narcotraficantes cerca del anochecer en un día de abril y se corrió rápidamente por el pueblo. Unos 200 residentes, muchos de ellos adolescentes o niños, subieron por un sendero de tierra hasta un claro e hicieron dos filas para recibir una bolsa de plástico con leche, azúcar, jabón, arroz, frijoles y otros premios. En algunas de las bolsas había una nota que decía: “Apoyo de La Familia Michoacana, el comando de la M”, que es el nombre del cártel que domina la zona.
Las dádivas ayudaron a la familia a superar ese periodo difícil, comentó Ireneo, quien pidió que su apellido no apareciera en este texto. “Creo que, si vienen con apoyo, hay que aceptar lo que dan, venga de donde venga”, dijo con el canto de los gallos de fondo.
Otros no creen en la caridad del cártel. “Dan ahora lo que luego toman de la gente honesta”, dijo Guadencio Jiménez, un agricultor de 31 años de la cercana aldea de Santiago. “Estoy en contra de estos tipos”.
Los cárteles también dominan una serie de delitos en sus territorios, desde el tráfico de personas hasta el tráfico sexual. Llevan a cabo secuestros y extorsiones, lo que obstaculiza el comercio y puede hacer que la gente huya de sus hogares.
Las asistencias de los narcos fueron ampliamente publicitadas en las redes sociales y llegaron a los titulares de todo el mundo. Pero ayuda a pocos mexicanos; lo más probable es que las despensas lleguen solo a un puñado de miles de familias. “Es simbólico”, dice el politólogo Lorenzo Meyer. “Es aprovechar la crisis del coronavirus y la sensación de urgencia para decir: ‘Aquí estamos’”.
El presidente López Obrador, quien asegura ser de izquierda, ha prometido otorgar estímulos a los pobres a través de generosos programas sociales, como el reparto de fertilizantes a los agricultores y las becas a los estudiantes. En abril, criticó a los cárteles por dar con una mano y matar con la otra. “Ayuda que piensen en sus familias, sobre todo en sus madres, en el sufrimiento que les provoca”, dijo.
Pero la ayuda oficial ha estado obstaculizada por la política de no endeudarse a pesar de la gravedad de la recesión que se avecina. Mientras el gobierno trata de proveer asistencia a todo el país, los narcos se centran en pequeñas comunidades, en las cuales además de comprar apoyo concentrado, pueden esconder personas o mercancías y reclutar contrabandistas y sicarios.
En otra jugada para llamar la atención, los sicarios de los cárteles impusieron confinamientos en algunas áreas. En la ciudad de Iguala, dejaron mensajes que decían: “Les pedimos de favor que se mantengan al interior de sus hogares. No queremos desmadres afuera de sus hogares”. Y se reportaron videos que supuestamente son del estado de Sinaloa que muestran a hombres armados que golpean con tablas con la palabra “COVID-19” a personas que presuntamente no cumplieron con la cuarentena.
Este ejercicio de la autoridad coincide con la historia de los cárteles, que castigan a los que acusan de ser criminales antisociales, como ladrones y violadores. Han hecho desfilar desnudos y con letreros en los que confiesan sus pecados a los que consideran culpables y han publicado videos en que los muestran golpeados o mutilados.
“Los muestran en la calle como si ellos [los narcotraficantes] fueran la autoridad, como una autoridad moral y física”, explica Meyer. “Se disputan el ejercicio de los actos de autoridad con el Estado formal”, agregó.
Los cárteles dominan en un escenario de impunidad generalizada. Un estudio reveló que en México nueve de cada diez homicidios quedan sin resolver y hasta en las masacres de más alto perfil se evade la justicia. En un entorno como este, los narcos ganan apoyo real con sus castigos draconianos.
La infiltración de los cárteles en tantos aspectos de la vida en pueblos, barrios o ciudades enteras de todo México ha sido un problema creciente durante décadas, desde tiempo antes del gobierno actual. Pero se ha convertido en un desafío central para López Obrador, en particular en medio de la pandemia y la recesión, pues complica su promesa de “regeneración nacional”.
Aunque el presidente reconoce el problema, no ha logrado diseñar una estrategia coherente. Hizo campaña para terminar la guerra contra el narco con “abrazos, no balazos”, pero el 11 de mayo aprobó un decreto que autoriza a los soldados a permanecer en las calles para luchar contra el crimen hasta 2024. La mayoría de la población apoya la medida, según una encuesta del periódico Reforma, pero obtuvo el rechazo de grupos de la sociedad civil como Seguridad Sin Guerra, que pide desmilitarizar el conflicto. En el pasado, la policía y los soldados llevaron a cabo varias masacres en nombre de la guerra contra las drogas.
López Obrador también creó una nueva fuerza policial militarizada llamada Guardia Nacional para tener una presencia permanente en las zonas marginales donde prosperan los cárteles. Pero dicha fuerza aún está en desarrollo y pasó gran parte del año pasado acorralando a inmigrantes centroamericanos, principalmente para apaciguar a Washington.
Tal vez el mayor desafío para combatir a los cárteles es la corrupción, ya que los narcotraficantes sobornan desde a oficiales de policía de bajo nivel hasta políticos de alto nivel, como se ha documentado en docenas de casos y sentencias judiciales. “Uno de los problemas fundamentales de los cuerpos de seguridad en el país es el de la corrupción”, dijo Alfonso Durazo, el secretario de Seguridad Pública, en la graduación vía remota de nuevos elementos del Servicio de Protección Federal el 14 de mayo. “Llegan ustedes con las manos limpias, espero que nunca sean tentados”.
Lograr algún avance ante desafíos como esos puede parecer una tarea imposible. Pero en vista de que la gente de ambos lados de la frontera presiona para que haya un cambio en el mundo después de la COVID -19, debemos esforzarnos más en este tema. En Estados Unidos, el 90 por ciento de los que necesitan tratamiento por el consumo de drogas no lo recibe, según la Asociación Médica Estadounidense. Las mismas lagunas que permiten a los delincuentes inundar de armas las ciudades de Estados Unidos, les permiten traficarlas en este país.
En México, el gobierno debe priorizar la reducción de la impunidad y establecer una presencia más positiva en las zonas desfavorecidas, para cerrar espacios a los cárteles. He sido testigo del trabajo de muchos trabajadores sociales talentosos en los barrios más difíciles de México, pero por lo general trabajan con presupuestos muy reducidos.
En otras partes de América Latina, algunos gobiernos han recurrido a políticas aún más duras para combatir la delincuencia, que además pisotean los derechos humanos. En 2018, los brasileños llevaron a la presidencia a Jair Bolsonaro con el lema “Bandido bueno es bandido muerto”. En abril, la policía de Río de Janeiro mató a casi 6 personas al día, una tasa mucho más alta que la de Estados Unidos. El presidente de El Salvador, Nayib Bukele, declaró en abril que “autorizaba” a la policía a utilizar la fuerza letal contra los miembros de las pandillas, y su gobierno publicó fotos de una dura represión en las prisiones, lo que generó críticas de Human Rights Watch.
México y Estados Unidos necesitan encontrar una manera de reducir el poder de los cárteles en esta región del continente mediante la rehabilitación, la asistencia y la justicia. Si fallamos en esto, podría abrirse la puerta para otro líder autoritario que prometa venganza, esta vez en la frontera estadounidense.
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