Simón reposaba sus kilos de más sobre el acogedor sillón de la sala de su casa. Le dio un sorbo al whisky y al ver su imagen reflejada en la vitrina de la cantina pensó que la escasez de cabello era la prueba más evidente de que ya se acercaban sus cincuenta años de edad.
Estaba a punto de hacer una siesta. La fresca tarde era ideal y al fin mañana sería domingo. Buscó en la radio su estación favorita, cerró los ojos y de pronto, una vieja melodía le regaló la imagen de Priscila, la hermosa niña de sus doce años, que se convertiría en su primer amor.
Se habían conocido en el primer grado de secundaria y llevaban semanas enteras diciéndose con la mirada cuánto se gustaban hasta que un día a la salida de la escuela se la encontró en la tiendita. Prisci lo miró un poco espantada mientras intentaba cargar su pesada mochila.
–¿Puedo ayudarte? –preguntó Simón.
–¿A qué?
–Con tu mochila.
–Ah, pero es que ya me voy a mi casa.
–¿Y qué? Si quieres te puedo acompañar.
–¿De veras? ¿Y a poco vas a poder con las dos? No sé la tuya, pero la mía trae hasta la carpeta de química.
–Espérame –respondió Simón al tiempo que le gritaba a un niño: ¡Hey, Pablo! ¡Ten! Y le arrojó su mochila al pecho. Pablo la cachó y por poco y se cae del trancazo, sin embargo, al descubrir el motivo de su amigo, guardó silencio y mientras veía como Simón se echaba la mochila de Priscila al hombro y se alejaban caminando muy juntos, escuchó que le decía–: ¡Ay, paso por ella al rato!
Simón y Prisci muy pronto se hicieron novios y él adoraba llevarla a su casa porque, aparte de que podía ir contemplando su suave rostro y su hermosa sonrisa, Prisci al despedirse siempre lo recompensaba dándole un beso en la punta de la nariz.
También había veces que se veían por las tardes. Simón la iba a buscar en su bici y la mayoría de las veces la encontraba en el parque jugando “soft ball” con sus amigas.
Un día, comenzaba a anochecer cuando Prisci lo tomó de la mano y le pidió que la acompañara a su casa. Ya estando en la puerta, Simón le preguntó:
–¿Por qué me besas en la punta de la nariz?
–No sé, pero me gusta, ¿y a ti?
–También... –respondió Simón sin seguir entendiendo.
–Oye, –continuó Prisci, –¿supiste que Carlos y Rocío ya se besaron en la boca?
–¿En serio? –Contestó él abriendo los ojos como canicas de feria.
–Sí, y no le digas a nadie, pero Rocío me contó que hasta con todo y lengua.
Simón estaba impresionado y no sabía ni qué hacer, ni qué decir. No imaginaba cómo funcionaba exactamente eso de la lengua en un beso. Su silencio fue tan largo que Prisci fue la que siguió la plática.
–Simón... ¿Tú crees que tú y yo? Ya sabes... debamos...
–¿Qué? mmm... no sé... te refieres a que si nosotros...
–Bueno, –dijo Prisci como justificándose–, somos novios, ¿no?
–Pues eso sí.
–Ahí está. Y los novios se dan besos, ¿verdad?
–Ajá.
–Creo que tendríamos que pensarlo –dijo Prisci y se metió corriendo a su casa.
Así pasaron los días, hasta que Simón se animó a preguntarle si realmente quería que se besaran en la boca. Ella dijo que sí y quedaron que esa tarde lo harían.
Cuando Simón llegó al parque la encontró andando en patines. Era tan bella que se quedó un momento escondido tras unos arbustos para poder observarla más tiempo. El cabello castaño le daba vuelta a la altura de las mejillas llegando el último mechón justo hasta el lunar que tenía pegadito a la boca.
–Ya te vi, tonto –dijo Prisci, sonriendo.
Simón salió del refugio y al bajar de la bicicleta, notó que Priscila le quedaba un poco alta con sus patines. Tendría que pararse de puntitas para alcanzar su boca. Cuando por fin la tuvo muy cerca, Simón levantó la mirada y pudo ver como Priscila les cerraba la luz a sus increíbles ojos de miel y estiraba la boca intentando que los labios de Simón se unieran a los suyos.
Justo en el momento en el que se paraba de puntitas, muerto de miedo, Simón pegó tremendo brinco y su cruda realidad lo trajo de nuevo al sofá en el que descansaba; para tranquilizarse, de un trago vació el vaso de whisky; su rostro reflejaba la pesadumbre de no haberlo logrado. Mirándose nuevamente en el espejo de la cantina, se preguntó: “¿Por qué, Simón? ¿Por qué nunca tuviste el valor de besarla?” “Tú, el amo de la bicicleta, el campeón del fútbol, el único niño que tenía novia formal en el primero ‘A’ de la secundaria... ¡No se atrevió a darle un beso! ¡Qué pena me das!” Simón pensó que después de esa noche tendría muchas oportunidades más y que pronto lo lograría, sin embargo, esta vez la vida no sería tan complaciente con él ya que al poco tiempo los papás de Prisci se la llevaron a vivir lejos de ahí.
“Qué oportunidad dejaste ir, viejo...”, se dijo, y ese sábado se fue a recostar temprano. A la mañana siguiente, aprovechando que su mujer y sus hijos aún dormían, decidió ir a dar un paseo en bicicleta. Tomó el camino de costumbre. En su recorrido, cuando la boca se le secaba, sentía un terrible impulso por escupir, pero jamás lo hacía por la pena de ser visto por alguien conocido. Al llegar a la gran bajada en la que siempre se regresaba, algo en su interior lo invitó a continuar, así que se sujetó con gran fuerza al manubrio y se dejó caer a toda velocidad.
El viento chocando contra su rostro, le hizo sentir la sensación de libertad de sus doce años. Cada vez iba más rápido y la felicidad lo invadía. De pronto, vio dos piedras que tapaban el paso, sin embargo, las esquivó con gran destreza. “Yupi” “yupi” “así se hace”, gritaba. Colocó los puños firmes sabiendo que se aproximaba el tramo más peligroso. Hace muchísimos años que no iba a tal velocidad y cuando estaba casi a punto de llegar al final de la cuesta, volteó a su lado derecho y sin siquiera pensarlo, arrojó un escupitajo perfecto, el cual, orgulloso, vio cómo se deslizaba por el aire a gran velocidad: “ja, ja, ja,” festejaba jubiloso, cuando una voz de niño le reclamó:
–¡Aguas, Simón! ¡Casi me escupes en la cara!
–¡Hola Pablo! Disculpa, no te vi.
–¡Va!, olvídalo; bueno, me voy que tengo que acabar la tarea para ir a jugar al parque... ¡Hoy vamos a andar en patines! ¡Allá nos vemos!
Simón detuvo la bicicleta y en su calidad de niño, se quedó perplejo al vislumbrar finalmente que la vida le estaba dando una segunda oportunidad. Así que de inmediato se dirigió a su cita.
–Ya te vi, tonto –dijo Prisci al descubrirlo tras los arbustos.
Simón salió del escondite y toda la tarde jugaron despreocupadamente. Fue en verdad muy divertido. Los chicos comenzaron a retirarse y después Pablo también se despidió. –Hasta la vista, muchachos, –dijo, montándose en su nueva bici “Vagabundo”.
Prisci tomó del brazo a Simón y mientras caminaban por la calle, en ese breve recorrido, la noche arrojó su velo oscuro sobre los enamorados.
Al llegar a casa de Prisci, Simón dejó su bicicleta a un lado y ella lo esperó sin entender por qué sus manos no paraban de sudar. Quiso subir la banqueta, pero Simón se anticipó y la detuvo tomándola de los brazos. Al parecer, la diferencia de estatura que hacían los patines de Prisci, con la ayuda de la banqueta se empataban haciendo que sus bocas quedaran exactamente de frente. Esta vez, Simón no lo pensó dos veces y cerrando los ojos fundió sus labios a los de ella. Poco a poco la tensión de ambos fue disminuyendo y sintieron el placer de unas manos tibias, de un beso inocente y de la mirada franca que prometía no olvidar jamás ese momento.
Simón la soltó suavemente. Recogió su bicicleta y se montó en ella listo para emprender el regreso a casa, justo cuando Prisci se le acercó, y besándole amorosamente la punta de la nariz, le dijo: “algo me hace pensar que es la última vez que te besaré... en la punta de la nariz”.
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