Provengo de una familia que ascendió a base de estudio, algunos, y de mucho trabajo, todos.
Mis ancestros fueron pobres. Brotaron de la tierra del México humilde. Mi abuela materna nació en una ranchería de Veracruz de donde salió casada con un migrante español. Él no huía de España por la guerra, sino, quizá, por una violencia peor: el hambre. Llegó a América absolutamente solo, a los 16 años.
Mi abuelo paterno llegó a tener algún patrimonio y se asentó en Celaya. El amor y una cadena de malas decisiones los hicieron evaporarse de la vida de mi padre. Mi abuela y sus cinco hijos volvieron a refugiarse, abandonados, olvidados, al Veracruz que habitaba detrás del puente que dividía a la ciudad y que era, en realidad, una frontera: entre la prosperidad de la ciudad y la marginación de los de atrás, la de los suburbios.
Mis tías trabajaron desde muy jóvenes para financiar el hogar y mi abuela apostó por educar a su hijo mayor: mi padre. Fue el primer abogado de la familia. Mi madre y mi tío estudiaron hasta donde les fue posible, pero siempre se dedicaron, desde muy jóvenes, al trabajo duro.
Ese ha sido mi ejemplo.
Provengo, en fin, de una cultura del trabajo y del sudor. De apostarle diario, desde muy temprano, a la única lotería posible de ganar en la vida: el empeño.
Provengo de un México en donde, aquel que no se resignaba, podía ascender. Un ecosistema que favorecía a que florecieran los sueños: del conocimiento, de formar un patrimonio, de salir al mundo.
Era, en su justa medida, el medio para que surgieran los hombres y las mujeres que se hacen a sí mismos.
De aquella lejana distancia -cronológica y social- llegamos hasta aquí: mi hermano es candidato a doctor de derecho y yo soy maestro en derecho por la universidad de Harvard. Ahí cursé mis estudios con una beca del estado. Ambos, mi hermano y yo, fuimos formados en la UNAM.
Ese México es el que estamos obligados a recuperar. Aquel en el que fajarse duro, diario, valía. El que desconfiaba de la frivolidad y el exceso. El que encontraba en el vecindario amigos, refugio y cuidado. El México que tendía lazos de solidaridad, hombros de apoyo,
Aquel que ofrecía escaleras y elevadores a quien decidiera usarlos.
Aquel que se atrevía, cada día, a imaginarse mejor.
Y a lograrlo.
Tenemos la obligación de abrir las puertas a todo aquel que quiera ascender, en su sentido más amplio: cultural, intelectual, patrimonial, afectivo y alejarnos de la auto conmiseración y la comodidad de vivir de la caridad, en la cómoda pero mediocre resignación de la escasez.
La revolución mental empieza en nosotros. Podemos recuperar aquel país con movilidad social. Es el único camino admisible para el porvenir. Intuyo que lo es para millones.
Por lo menos lo es para mí.
@fvazquezrig
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